martes, 24 de febrero de 2009

En memoria de don Luis Alberto Flores

El maestro soguero falleció el lunes pasado; ha dejado numerosos discípulos y obras en las que rescata el fino arte criollo
Sábado 21 de febrero de 2009 Publicado en LA NACION en edición impresa

Flores, en diciembre de 1997, en su negocio-taller El Guasquero Foto: Archivo


Argentino, nacido de casualidad en Suiza, pasó su infancia en un campo de la familia de su madre en el paraje llamado La Orientala, en el norte santafecino. Allí fue recogiendo los conocimientos de boca de los paisanos e hizo sus primeras armas siguiendo los consejos de su madre primero y continuando después con el ejemplo de Isaac Fernández, un mensual de aquella estancia.
Formó una familia junto a María "Monina" Amuchástegui, tuvo cuatro hijos y varios nietos, con quienes disfrutaba de las serranías de Los Cocos, Córdoba. Tuvo el apellido justo: Flores. Nombre exacto, sobrio y decidor, capaz de expresar con delicadeza su corazón de criollo y artesano.
Detrás de su vieja máquina de escribir recopiló cuanta técnica en trenzado existiese. Tenía un conocimiento directo las diferentes usanzas del oficio de cada región del país y podía precisar qué pedazo de cuero utilizar para cada pieza. Pues no es lo mismo trabajar el cuero vacuno, que el de ciervo colorado, el de yeguarizo, oveja, chivo, guanaco, guasuncho, de "león" o de carpincho.
Al referirse al arte de confeccionar una manea anotaba: "El criollo tiene en cuenta algunos detalles como el origen del cuero o, mejor dicho, qué parte de éste se debe utilizar, ya que no toda la cáscara del novillo presenta iguales condiciones de grosor y de resistencia al desgarro". Y como si la observación fuera poca cosa, precisa: "La parte preferida del cuero para confeccionar una manea es la de la porción anterior del animal, especialmente la cabeza y, de ella, la parte correspondiente a las quijadas, la que circunda las astas y la del cuello, porque el material es grueso y de fibras entrecruzadas".
Desde el Fondo Nacional de las Artes Augusto Raúl Cortazar lo animó a editar un compendio de sus investigaciones y así publicó en forma de libro "El Guasquero", que nombró con su apelativo. Luego, con una beca de esa misma institución, recorrió la provincia de Buenos Aires en motoneta, investigando en profundidad el ámbito campero. De esa manera terminó de organizar un fichero de más de 1700 sogueros. Colaboró en esta columna y numerosas publicaciones donde disimulaba su saber tras los seudónimos Luis F. Clusellas, Sinivaldo Gómez o Secundino Alcaráz.
Dar, trascender
Ingresó en la Facultad de Agronomía y después de una vida de aprendizaje fue el turno de enseñar. No fue un archivista de conocimientos sino que los compartió con los jóvenes, en quienes supo despertar su interés. Enseñó muchos años en el local de la calle Anasagasti y después en la Galería del Este, donde terminó de formar a más de 650 alumnos. Allí una mesa baqueteada soportaba leznas, un termo, latitas con lonjas, rollos de cuero de potro, cuchillos y sacabocados. Charlando despaciosamente con ellos iba cruzando historias con tientos.
Pablo Lozano, uno de sus discípulos más destacados, recuerda que a sus 15 años, sin saber hacer un nudo, le dijo a Don Luis que quería aprender a trenzar. Éste le respondió que ya no había vacantes y que tendría que reservar turno para el año siguiente. "Un tanto desanimado -recuerda Lozano- le compré un librito sobre trenzados y un rollito de tientos, a lo que Flores le preguntó "-¿Pero vos sabés trabajar en cuero? -"No, le contesté, pero voy a intentar hacer algo". Y a medida que al muchacho se le acababan los tientos volvía al local a comprar más, con la esperanza de que el viejo soguero indagara en qué estaba trabajando. "A la cuarta vez me preguntó y con orgullo le mostré unos intentos de trenzas que escondía en mis bolsillos. Él miró y me dijo: «Venite el martes que te hago un lugar en las clases». Esa fue su primer lección: para aprender hay que interesarse".
En los siguientes treinta años -continúa Lozano- lo respeté como maestro, lo disfruté como amigo y lo quise como a un padre. No hubo un solo día que no me enseñara algo en cuero... pero mucho más en lecciones de vida. Llegué de cachorro... Y a su lado me hice perro; como a él le gustaba decir".
Hizo de la amistad un culto: así lo atestiguaron Justo P. Sáenz, Carlos San Miguel, Julián Cáceres Freyre y Alberto Labiano, entre tantos. Su amigo Roberto L. Elissalde recuerda su "presencia patriarcal" en el pabellón de las artesanías de Palermo, donde lo supo ver rodeado de los que disfrutaban de sus mismas aficiones. "Mucho había vivido y en amables tertulias en lo de Nicolás Bunge sabía contar episodios más que interesantes de su fecunda existencia". Alguna vez Elissalde le sugirió que "borroneara sus recuerdos" en algún cuaderno, con la intención de rescatar un pedazo de la historia. Don Luis le contestó que no eran asuntos importantes. Tal vez la humildad sea el símbolo cabal de la grandeza.
Otro entrañable compañero de sus tardes, Jorge Marí, lo evoca como un criollo de los de antes: "Tenía un carácter muy especial -ejemplar, diría-: fuerte pero sereno y con muy buen humor. Era hombre de una sola palabra y a pesar de su saber, nunca se llevó a nadie por delante. Cualquiera que lo haya tratado dará las mismas características: un maestro de alma, generoso sin límites, humilde, honesto a carta cabal y amigo leal. No en vano todos sus discípulos de ayer fueron sus amigos.
El platero Armando Deferrari, asegura que "le hubiese gustado que lo recuerden con alegría, con sus chistes, generalmente malos, o comiendo alguna empanadita de carne, con un vaso de tinto, escuchando un viejo estilo, una guaraña tocada en el arpa o un chamamé bien maceta que lo hacía lagrimear y viajar a su Corrientes amada".
La palabra vocación probablemente sea una de las que mejor lo represente. En sus manos una trenza reunía silencio, paciencia, habilidad, trabajo e ingenio. Toda una historia enredaban sus dedos, como trayendo su artesanía desde el fondo del campo, anotando en el cuero lo que la tierra le había dictado durante años, liberando un paisaje en cada pieza.
Don Luis murió el lunes pasado, pero estará vivo en cada trenza realizada por él o por cualquier desconocido. Y andará rodando por su querida tierra, deshaciéndose en el silbido de un lazo, sujetando las manos de un ternero o abrazando en su disparada el cogote de un potro.
Por Juan Pablo Baliña Para LA NACION